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ISSN 1989-4163

NUMERO 34 - JUNIO 2012

La Vecina siempre Llama Dos Veces

Marina San Martín

A Jorge no le gusta mi vecina.

A mí sí. Pasa de los setenta, tiene una cicatriz en la nariz y siempre va en bata. Es viuda, vive sola; entresemana sus nietos van a comer a su casa en la pausa del colegio y yo los oigo jugar a la Play por el patio de luces. Cuando necesita tender en mis cuerdas me pide permiso y sospecho que, de forma casi involuntaria, como si tuviera una especie de superpoderes que aguzaran sus sentidos, está pendiente de cada uno de mis pasos, pero me cae bien. La noche en que el dolor de muelas casi me vuelve una asesina psicópata, acabé llamando a su puerta para pedir auxilio. Eran más de las once, me abrió y, de un armarito debajo de la tele, sacó una caja de latón con dibujos antiguos en la tapa; dentro había tantos analgésicos que, de haber sido yo policía, habría tenido que detenerla por posesión ilegal de estupefacientes. Afortunadamente no lo soy y me limité a drogarme con no demasiada cautela.

El caso es que, en ese gesto de petición de ayuda desesperada, mi vecina vio como se abría ante ella una puerta a la camaradería de rellano y la cruzó más contenta que unas castañuelas, sin que yo me percatara de las consecuencias y el surrealismo que se intuían en el horizonte.

Hace un par de sábados, a la hora bruja en que José Luis Garci hace su aparición en el canal autonómico para introducir una película en blanco y negro (momento sagrado en mi rutina semanal) llamaron a mi puerta sin utilizar el timbre. Fueron unos golpecitos muy suaves, tímidos, con los nudillos, y después un silencio perturbador. Primero tuve miedo, pero duró poco, porque al instante la voz rota de mi vecina empezó a llamarme sin ninguna delicadeza: “¡Niña! ¿Estás ahí? ¡Niña!”… hasta la mirada un tanto desorientada de Garci pareció dirigirse a mi mirilla. Más tranquila, pero muerta de la curiosidad, abrí para encontrarme delante de mi vecina, que llevaba zapatillas y su clásica bata azul:

- Se me ha caído la puerta de la nevera. ¿Me ayudas a levantarla? –Dijo sin preámbulo alguno bajo la luz amarillenta del único plafón del rellano, que nadie limpia.

Aviso para los que no me han visto nunca: mi complexión no es precisamente la de M.A.

¿Cómo decirle que no? Crucé con ella hasta su piso, cerrando con llave el mío y dejándome la tele encendida y, al llegar a su cocina, me quedé sin palabras porque, efectivamente, la puerta de la nevera descansaba sobre la pared en una postura tipo rampa.

- Anda, a ver si puedes encajarla y que dure hasta mañana, que vendrá mi yerno; pero primero la vaciamos. Mira qué hay.

Dicho y hecho: mientras mi vecina, sujetándose una mano con la otra, detrás de mí, observaba con interés cada uno de mis movimientos, le di la vuelta a la puerta y descubrí en sus bandejitas, por este orden: un ejército de esmaltes de uñas congelados; una caja de supositorios caducados y dos huevos. Todo fue a la basura. Sin embargo, lo que más me sorprendió, fue la cantidad ingente de botellas de vino y cava que mi vecina atesoraba en los estantes de la nevera. Podríamos haber dado una fiesta y nos habría sobrado. Ninguna estaba abierta, eso sí.

- Llévate una, hija, que te va a gustar.

¿Cómo negarme? Ahí estaba yo, sujetando una botella de tintorro como si fuera un bebé, con el bañador que El Portugués se dejo en mi casa reciclado en pijama y el pelo un poco revuelto después de haber pasado tirada en el sofá las últimas dos horas. Me despedí hasta el día siguiente y, con la mirada atenta de mi vecina sobre mi camiseta de la universidad, cruce hasta mi hogar donde ya había empezado Abrid paso al mañana, de Leo McCarey . Por mucho que lo intenté, ya no la pude disfrutar.

Ayer volvió a ser sábado. Jorge me acompañó a casa porque siempre tengo miedo de que me atraquen y todo eso. Nos despedimos y a la media hora me mandó un mensaje para decirme que, en su trayecto de vuelta, le había dado un ataque de alergia y ahora estaba en el sofá con los ojos tipo chino. Le respondí que no dudara en llamarme si iba a peor, pero no volví a saber de él, así que me prometí a mi misma una noche de soledad conquistada.

Esta vez era más temprano y andaba yo por Versión Española (me gusta sufrir con las introducciones de Cayetana), pendiente de que empezara ‘Deseo’ que, no lo sabía, está escrita por Ángeles Caso.

Y la puerta volvió a sonar.

Era mi vecina con un bote de pintura blanca Titanlux, todavía cerrado, y una cucharilla de café. Llevaba una redecilla en la cabeza.

- ¡Oye, chiquita, que no puedo abrirlo! –Dijo sin dejar de mirar el bote y tendiéndomelo con cierta brusquedad. -Sin réplica con bote y cucharilla me puse a hacer palanca.- Aquí no vas a poder, pasa a mi casa.

De repente volvía a estar en su cocina, esta vez abriendo el bote de pintura sin hacer preguntas, como si se tratara de deshacerse de un cadáver. Cuando al fin lo conseguí, llevando el bote en una mano a modo de vela, por supuesto con la bata azul, me condujo hasta una de las pequeñas habitaciones de la casa. Todas las luces estaban encendidas y, sobre la cama, descansaban un montón de vestidos protegidos por fundas de plástico transparente.

- ¡Mira! –Dijo con el tono de quien le estuviera mostrando a alguien Las Meninas por primera vez. –He vaciado el armario. Lo voy a pintar.

- ¿Ahora?

- Sí, que he leído que está pintura no huele y ya me he puesto la redecilla para que no me salpique al pelo.

Mi vecina dijo esto con una mirada brillante, enloquecida; y tuve la impresión de que, si no le daba mi consentimiento, lo siguiente que haría sería descuartizarme.

- ¿Estás segura?

- Claro… -Había perdido todo interés por mí y continuaba mirando el fondo despellejado del armarío vacío. –Y tú no te vayas sin llevarte una botella de vino del frigorífico, que ya está arreglao.

No salió a despedirme.

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La vecina siempre llama dos veces

 

 

 

 

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